Vega Baja es un yacimiento arqueológico de gran extensión, temporal y geográfica. Se ubica en una vega del Tajo que desde principios del siglo pasado había sido considerada como el lugar de expansión natural de la ciudad histórica, donde los desarrollos urbanos chocaron, en primer lugar, con las prevenciones paisajísticas establecidas para proteger las vistas de la ciudad histórica y la propia vega y, a partir de 2001, con la constatación de la existencia de un yacimiento arqueológico extenso y complejo, compatible con la capital del reino visigodo. La confluencia en el mismo espacio de arqueología, paisaje y expectativas urbanísticas daría lugar a un importante conflicto entre patrimonio y urbanismo, cuyos efectos llegan hasta la actualidad.

Desde el año 2023, en función de un convenio firmado entre el Estado, la Junta de Comunidades y el Ayuntamiento
de Toledo se vienen realizando tareas de “recuperación y musealización” del
yacimiento de Vega Baja, incluyéndolo en un entorno ajardinado y de paseos,
para que pueda ser visitado y disfrutado.
Ahora mismo, se ha iniciado la segunda fase, que sigue el mismo planteamiento
de puesta en valor y estética que la anterior.
Promover el acceso de los
ciudadanos al patrimonio aparece recogido en el preámbulo de la Ley de
Patrimonio Histórico Español como uno de los fines del Estado democrático. Algo
que es deseable y bueno, como una herramienta para rentabilizar socialmente los
restos del pasado.
Sabemos que estamos ante un yacimiento de primer nivel, con restos arqueológicos romanos, visigodos e islámicos, y un uso continuado del espacio con fines agropecuarios, de extracción de arcillas y expolio de materiales antiguos desde entonces hasta la actualidad. El hecho de que los restos arqueológicos de la Vega Baja correspondan a lo que en su día fue la capital del reino visigodo, cuyo dominio se extendió por toda la península ibérica y el sur de Francia, convierte este espacio de nuestra ciudad en un “unicum”, es decir, en un yacimiento excepcional o singular.
En el año 2008, se declaró Bien
de Interés Cultural con categoría de Zona Arqueológica, la máxima figura de
protección existente. El sitio había permanecido prácticamente abandonado desde
2011, cuando se paralizaron, sin completar los estudios, las últimas
excavaciones arqueológicas sistemáticas. Después de tanto tiempo desatendido y
dado el valor histórico-cultural de esta zona, parecería que lo más
razonable habría sido pararse a reflexionar, acudir a expertos de reconocido
prestigio en arqueología, restauración, historia y patrimonio, y desarrollar,
antes de ponerse a hacer nada, un proyecto de futuro en el que se establecieran
los mejores criterios posibles basados en valoraciones técnicas, para
recuperarlo, conservarlo y ponerlo en valor.
La cuestión es relevante porque, de hecho, desde 2008, cuando la administración lo declaró BIC, es obligatoria la redacción de un Plan Especial de Protección que nunca se ha materializado, y la administración tutelar del patrimonio, incomprensiblemente, nunca ha exigido. Este debería ser un documento que recogiera los valores del sitio, los objetivos a corto, medio y largo plazo, y las acciones generales y concretas para aumentar el conocimiento sobre él y ponerlo a disposición de los ciudadanos.
Después vendría la cuestión de la plasmación práctica de los contenidos del Plan Especial, donde se recoja lo que se quiere trasmitir sobre los criterios de adecuación del espacio arqueológico, para su conservación, uso y disfrute de los ciudadanos. Sería necesario buscar un equilibrio entre arqueología y divulgación, pero sin olvidarnos de que lo que debe primar es el yacimiento, que es el objeto de todo el proceso.
En ausencia de ese Plan,
cualquier cosa que se haga en el yacimiento no deja de ser una ocurrencia más
para aparentar que se hace algo, es decir, para cumplir objetivos políticos. Y,
aunque el resultado sea que “el erial” se transforma en otra cosa, no podemos
caer en el “mejor esto que nada”. Deberíamos pensar sobre si ganar espacios a
un descampado sin la reflexión o aporte técnico de los profesionales
competentes en las distintas áreas implicadas, sin consenso alguno, es lo más
deseable para un lugar tan relevante. Pues los proyectos que se están
implantando aparecen, sin más, como resultado de contratos administrativos de
redacción de proyectos sin base conocida en informes cualificados que avalen
los planteamientos elegidos; plasmándose en jardines, caminos, mobiliario
urbano y gravillas de colores, distribuidos alrededor de una senda que se
construyó “porque había que hacer algo”; y, todo ello, adornado con algo de
arqueología incomprensible.
En lugar de eso, en ausencia de cualquier Plan y de la reflexión técnica interdisciplinaria y cualificada, y de la participación vecinal, se entrega el proyecto de puesta en valor de un importante yacimiento arqueológico a la creatividad y el diseño del espacio, resultando algo ajeno al fin de la valorización de momentos históricos, donde la arqueología se convierte en un florero más integrado en el jardín, en lugar de ser el protagonista sobre el que debe girar todo lo demás.
Las edificaciones antiguas, levantadas con materiales como la piedra, la madera o el barro, funcionaban en un reciclaje sin fin, a lo largo de cientos y miles de años, fundiéndose y mimetizándose con el espacio, superpuestas las modernas a las antiguas en diversos estratos y profundidades. Parecería normal actuar en la misma lógica, con el uso de los materiales tradicionales, y tratando de indicar la realidad asincrónica de las distintas ocupaciones humanas. Sin embargo, en un alarde de “insostenibilidad”, se utilizan materiales como las piedrecitas de colores (para diferenciar ambientes, dicen), que quedarán para siempre allí, como elementos indestructibles y extraños, fundidos con el pasado. Los muros uniformados y los suelos, todos partiendo del mismo nivel, crean un pasado liso, desvaído y vano, ajeno a la belleza rugosa de la ruina, a la erosión de la historia, a la profundidad del tiempo y, sobre todo, ajeno a la comprensión y conocimiento de los ciudadanos.
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